Un verano con los Morgan de Agustín Caldaroni

Almuerzo sobre la hierba (1863) de Édouard Manet.

Escrito por Agustín Caldaroni 

Pienso en la familia Morgan, en las enredaderas verdes que cubrían las rejas de su casa. Pienso en los Morgan, pienso en Gigí y en la lluvia hamacando las plantas de su patio trasero cuando dormíamos la siesta con la ventana abierta. Pienso que nunca tuve un hambre tan profunda como la que tenía después de estar horas nadando en la pileta de los Morgan, viendo a Gigí sentada al borde del agua con la piel de sus muslos erizada tiritando salpicada de gotitas, mientras ese sol que templaba su bikini celeste parecía lleno de sabor, un sabor tibio que se concentraba en el vientre y daba ganas de hincar los dientes en el aire de verano.

Era una casa más del barrio de Laferrere, antes de conocer a la familia Morgan, habría jurado que ese lugar estaba abandonado. Una casa grande de la que solo se veía el tejado color terracota cubierto de yuyos secos y las plantas creciendo salvajes por las rejas de la entrada. Y un día brotó la vida. La casa empezó a respirar, se pobló de ruidos, de siluetas de nenes que corrían jugando, de música. Como si los Morgan hubieran vivido escondidos, conjurados a no poder salir al exterior, y terminado un hechizo, comenzaran a asomarse a la vida barrial. Con mis amigos parábamos en la esquina de la cuadra de enfrente, así que teníamos una vista diagonal de la fachada. Mientras charlábamos, alguno cada tanto se paraba a ver si veía algo. Lo primero en llamarnos la atención fue el Vikingo, el padre de la familia. Un tipo gigante, panzón, de barba y melena; tenía pinta de extranjero y era gracioso verlo meterse en un Fiat 147, un auto ridículo para tremendo gólem. Cuando el Vikingo se sentaba la carrocería llegaba al ras del suelo y se mecía hacia los lados como un bote empujado por las olas del mar. Después vimos una manada de pibes que cada tanto salían a comprar a un kiosco, en cuero y descalzos, melenudos como su padre; algunos rubios y otros de rasgos aindiados, el más chico tendría cinco años y el más grande nuestra edad, quince. Eran seis pendejos salvajes, de cuerpos flexibles como gimnastas, una tropa de diablitos acróbatas. Cuando veía a mis amigos aburridos dormitar, con sus panzas gelatinosas y las caras malformadas de adolescentes, esos pibes me parecían envidiables, llenos de salud y energía. Cuando pasaban enfrente nuestro al principio nos ignoraban, pero después empezaron a tirarnos con petardos o bombuchas y salían corriendo, salvo el mayor que caminaba mirándonos desafiante a ver si reaccionábamos al ataque de sus hermanos. Seguramente intuía que en algún momento nos enteraríamos de la existencia de Gigí y eso lo debía poner alerta.

 La primera vez que vimos a Gigí entramos en un estado de ensoñación, no podíamos creerlo. Uno de los nuestros chifló dando alerta, ella había salido a sacar la basura, caminamos arracimados hasta quedar frente a esa figura de mujer sin nombre. Una fuerza que no podíamos domar nos hizo detenernos frente a ella, sin disimulo y en silencio, sin caer en la histeria violenta y estúpida que nos dominaba al ver una chica pasar cada tarde y carcajear como hienas: esto era otra cosa. Gigí, segura de la fascinación que nos causaba, se prendió un cigarrillo y fumó apoyada contra las rejas de su casa. Cada tanto nos dirigía una mirada que apenas podíamos soportar. Alta, morocha, tenía el pelo castaño que llevaba largo hasta la cintura; recuerdo un short muy corto, ceñido, y un top que nos descubría la panza y los huesos de su cadera que se marcaban cuando caminaba. Se desperezaba estirando los brazos y su cuello egipcio, cerraba los ojos grandes con la cara al cielo tratando de recibir un rayo de sol. Goloseaba su cuerpo, conquistándonos. Algo parecido a una sonrisa en su boca carnosa fue su saludo antes de guardarse en la casa.

 Pasé un par de semanas sin ver a mis amigos por quilombos con mi familia. Unos días sin ir a la esquina era como haber estado preso durante años. Cuando volví me dijeron que habían conocido a Gigí, no podía creerlo; no solo eso, la casa de los Morgan era la nueva parada y uno de los nuestros tenía algo con ella. Sentí que me estafaban porque Gigí era inaccesible, no podía relacionarse con nosotros, tuve celos, la ilusión estaba rota. Cuando crucé el jardín de la entrada ya nada fue como antes, ni para nuestro grupo de amigos, ni para mí. Ese verano del año 2001 el barrio estaba silencioso, habían pasado los saqueos, pero los patrulleros se dejaban ver más que nunca. Esperábamos otra catástrofe inminente, por la tarde reinaba un silencio de siesta del Lejano Oeste. Nuestros padres asimilaban la ruina financiera y el ambiente en las casas era hostil, así que las banditas del barrio andábamos libres, más ociosos que nunca. Lo de los Morgan fue nuestro refugio.

Por alguna razón solo podíamos estar en el jardín, ese era el límite, pero con eso bastaba, pellizcábamos un poco del misterio de los Morgan. Nos quedábamos toda la tarde escuchando el caos que se oía desde adentro de la casa. Ahí se estaba desatando una guerra. Teníamos miedo a que apareciera el Vikingo, pero nunca salía nadie. Así pasamos varias semanas hablando hasta la noche mientras nuestro amigo y Gigí se besaban y los demás mirábamos de reojo llenos de envidia y deseo. Los hermanos de Gigí nos cargoseaban para que jugásemos con ellos; olían a pólvora y a fruta, con las bocas siempre manchadas de jugo. Cada tanto salía el hermano mayor de los varones y nos quemaba con la mirada. Otro día conocimos a su madre, la mujer no saludó, no dijo nada, solo hizo una mirada desconfiada al grupo y se fue dando un portazo. La madre daba miedo, pero el fantasma del Vikingo era peor, cada vez que la puerta se abría, nos congelábamos como borregos.

 Éramos un fracaso pero volvíamos todas las tardes a lo de los Morgan. Estar ahí con el placer vedado de tener contacto con Gigí me generaba una sensación de asfixia, no podía soportarlo, pero tampoco podía evitar volver. Un día me cansé de ser espectador, me alejé de esa casa y de mis amigos que a esa altura ya me aburrían también. Empecé a parar en otra esquina con una nueva bandita, donde había también pibas; eran unos rollingas escuálidos más grandes que yo, que además de escabiar fumaban porro. Para mí era como acodarme en un mostrador del infierno. Algunas de las chicas me gustaban y con una de ellas arrancamos un romance que se reducía a besarnos y acariciarnos por encima de la ropa en una calle oscura. En la nueva parada estaba mejor, el verano tomaba un gusto más salvaje, pero cada tanto pensaba en los Morgan y todo lo que se escondía detrás de la puerta de entrada. Pensaba en Gigí. Pensaba en Gigí antes de dormir y me pajeaba sin parar, sintiendo que volaba de una cumbre a otra, cada vez más alto, hasta sentir las alas de los ángeles aletearme la piel desnuda.

La primera vez que crucé palabra con ella fue varias semanas después de mi retirada. Pasé por la puerta y me sorprendió verla fumando, sola. Sonaba una música latosa y violenta. Me invitó a pasar. Como siempre nos sentamos en el jardín, pregunté por los pibes y dijo que ya había terminado su relación con mi amigo, que no volvió a ver a ninguno de ellos. Quedaron medio resentidos parece, mejor, ya estaban re molestos, sentenció indiferente. Ahí dudé en irme pero seguimos charlando y se la veía contenta, así que me quedé. ¿Qué está sonando? Son los Sex Pistols, ¿nunca escuchaste punk? No, nunca. ¿Y los Clash? No, no…Qué mierda iba a saber de esos ingleses, lo único que sabía de música era lo que escuchaba con los pibitos que paraba: cumbia y los Redondos, hasta ahí llegaban mis gustos. Nos quedamos hablando hasta que oscureció. Antes de irnos Gigí entró a su casa, volvió con un libro y un cd, Never Mind the Bollocks. La tapa del libro: Sid Vicious en un recital sacando trompa con la jeta reventada chorreando sangre, el torso desnudo con marcas de tajos como un Cristo flagelado, tocando un bajo blanco por donde corrían hilitos de sangre. Yo era un pendejo, casi un nene, y mirando esa portada entendí sin reflexionarlo, como una iluminación, que había otra vida diferente a la de mis mayores, que no tenía que ver con trabajar y saciar las necesidades del cuerpo, comiendo, cagando, durmiendo. Esa tarde con Gigí entregándome sus tesoros entendí que la música no era solo armonía, que los libros de ficción no contenían simples historias, que al espíritu no le alcanzaba con estar en calma, lejos del dolor y el peligro. Llegué a mi casa y puse ese cd una y otra vez, y no entendía nada, el sonido de unas botas marchando antes de que sonara esa guitarra machacante, la voz de Johnny Rotten que no se parecía a nada que hubiera escuchado, porque era un grito y para mí hasta ese momento la música no se componía de alaridos y odio. Excitado con los Sex Pistols hojeaba ese libro donde pasaban una procesión de criaturas espantosas, esos tipos y esas minas eran unos punks, que me sonaba a algo remoto e irreal, un punk era tan cercano a mi mundo como una sirena escandinava.

 Con la excusa de la música me fui acercando a Gigí. Ella se reía y me jodía cada vez que ignoraba una banda, ¿pero vos estuviste preso, chabón? No conocés nada. A mi me encantaba no conocer nada y que ella me lo explicara. Creo que Gigí se interesó en mí porque yo odiaba y hablaba con desprecio de todo. Pero mi odio era limitado, se reducía a odiar la escuela, tal bandita del barrio y esas cosas. Con ella ese odio tomó forma, como un tótem al que había que alimentar, darle una vestimenta, un estilo. Gigí odiaba el barrio y el mundo, la música del momento, las modas, a nuestra generación. Lo que nos diferenciaba era que yo, además de odiar, también amaba, me dejaba seducir por todo y sospechaba que afuera de nuestro barrio, había otra vida fascinante esperando. Ella no tenía esperanza, como una persona que después de viajar mucho por el mundo, se hartó de vivir. Yo solo quería ser parte de una guerrilla que se vistiera como The Clash, quería ser un Clash y Gigí contenta de haber creado a un punk, me ayudaba a armarme una ropa espantosa. Por ella me hubiera cocido un gato muerto en la piel.

 Mi aprendizaje musical fue la excusa para poder pasar las tardes en ese jardín. Su casa y el quilombo que se oía desde afuera seguían siendo un misterio. Un día le pedí el baño y me dijo que meara en las plantas, no tenía permitido entrar a la intimidad de los Morgan. Me quedaba sentado frente a ella, los dos fumando, a veces nuestras rodillas se rozaban y mis músculos tensos vibraban como la cola de un gato en alerta; ella sostenía una mirada desafiante, el cuerpo se me aflojaba y el espíritu entraba en erección. Sabía que me dominaba y lo disfrutaba. Su boca me producía una excitación palpitante similar a la que me daba ver los muslos que salían de su short de jean apretado. Sus ojos marrones, que al sol se picaban de chispas verdes, las semillas de coco de su tobillera castañeando, los deditos de su pie largo abriéndose y cerrándose en el pasto, eran el material que repasaba cada noche pajéandome en mi cama.

A medida que pasaban los días la aproximación de los cuerpos se hacía menos sutil, Gigí fue ganando espacio acariciándome el pelo, pegándome en el brazo, yo me ponía rígido con cada contacto, me tenía postrado en una mesa de torturas. Una noche en el jardín me dijo que quería verme llorar. Para qué, pregunté. Yo qué sé, porque sí…¿podés llorar un poquito? No creo. ¿Qué te hace llorar? No sé, yo no lloro mucho. Pero algo tiene que haber. No, no me va a salir. Dale, pensá en algo triste. Intenté llorar: en mi cabeza desfilaban los peores recuerdos pero no me caía una lágrima. Le pregunté a Gigí si ella podía llorar, me puso la mano en la boca y dijo: mordé. Le di una mordidita y se quejó: dale más fuerte cagón; apreté más los dientes y vi cómo empezaba a mojarse de lágrimas su cara. Seguí mordiendo pero más fuerte, dijo ella. Le hice caso hasta que no soporté más y vi como de las lágrimas pasaba a un sollozo mudo, el pelo le cubría la cara, se apretaba la mano mordida y lloraba cada vez más. La abracé, sentí sus mejillas empapadas junto a las mías, sostenía ese cuerpo tembloroso, hasta que alzó su cara, se reía y lloraba al mismo tiempo. Quise darle un beso en esa boca carnosa y cínica. Gigí me corrió la cara esquivándome. Después, tomándome de la mano, se metió dos dedos en la boca y me mordió fuerte. No sacó ni una lágrima, mis llantos vinieron tiempo después y sin mordidas. Cuando se cansó de reventarme los dedos los chupó despacito mirándome a los ojos mientras se los tragaba. Experimenté una sensación nueva, una capa de irrealidad cayó sobre el ambiente, cerré los ojos como cuando imaginaba a Gigí en mi cama, pero esto era real, no lo podía creer, mis dedos tocaban la lengua tibia de Gigí. Tengo que mear, pará, que me estoy meando. Yo también, vení, pasá.

Crucé el umbral, eso me excitaba tanto como la saliva tibia de Gigí mojando mis dedos mordidos. Pasamos a un comedor enorme apenas alumbrado por la luz esmeralda de una pecera con dos axolotes, en el medio de la sala una escalera caracol. Se escuchaba música que venía del primer piso y también del fondo de la casa donde se adivinaba una cocina. Me daba vértigo imaginar a todos los Morgan mirándonos desde rincones oscuros. Caminamos por un pasillo, había juguetes tirados en el piso, medias, calzoncillos. Cruzamos dos habitaciones donde se escuchaba ruido de chicos hablando. Entramos al baño. Date vuelta, le dije. Hice un pis largo mientras Gigí canturreaba una canción sin mirarme. Cuando terminé ella me metió en la ducha y cerró la cortina. Escuché cómo se desprendían los botones del short de jean, escuché su pis saliendo con fuerza y escuché mi corazón golpeando como una percusión. Tenía la pija erguida hasta el dolor, presa en el pantalón y una taquicardia insoportable, quería quedarme ahí y también quería correr a esconderme en las sábanas limpias que mamá había tendido para mí. Ya está, podés salir. Cuando corrí la cortina vi su culo apretado por una tanga negra que formaban la imagen de un perfecto corazón bien redondeado. Gigí estaba de espaldas mirándose al espejo, en el suelo su jean, la remera y el corpiño. No sabía qué hacer. Prendé la ducha, ordenó ella, le hice caso. Acerqué mi pecho a su espalda y nos quedamos mirándonos en el espejo. El baño se fue llenando de vapor, bajo una luz naranja, ahumada, como iluminado por los reflejos de un incendio. No podía hablar, me sentía mal: algo estaba naciendo dentro mío, ese trance de confusión y dolor tenía que ser atravesado para poder disfrutar el cuerpo de Gigí. Me tomó de las manos y las llevó a sus tetas, se las cubrí y sentí su peso, envolviendo con las manos esas tetas como si fuesen una reliquia de cera que no quería arruinar. La mano temblaba sobre esa masa maleable, ondulante, suave, agua cubierta de piel: agua viva. Vi mi expresión imbécil, humillada, infantil en el espejo, y la boca de Gigí apenas abierta con los ojos cerrados. Nos besamos un rato frente al espejo. Gigí me desabrochó el pantalón liberándome, mi pija respiró en la palma de su mano, hundí los dedos en la humedad de su concha, no entendí nada de lo que tocaba, resbalando en piel, carne, pliegues, hasta que me dejé guiar por ella. Vení y no hagas ruido eh. Bajó la tapa del inodoro y se sentó desnuda, levantó las piernas flexionadas juntando las rodillas con el pecho. La metí despacio, entré, entró mi pija y entré yo y nací dentro de ella.

 A partir de esa tarde comencé a franquear la puerta de los Morgan, fui ganando espacios dentro de la casa. Pasada la medianoche, me escapaba de lo de mis viejos y cuando Gigí daba la señal después de ver el terreno despejado, íbamos agazapados hasta su habitación. Dormíamos juntos, abrazados, con los auriculares puestos y ella me cantaba bajito al oído canciones que yo le pedía, así hasta dormirme. Apenas amanecía, me escabullía como un zorro del gallinero con el hocico chorreado de sangre, cruzándome con la gente que caminaba lúgubre a meterse en una fábrica bajo el cielo de nubes sucias y el sol amarillo ácido de ese horrendo barrio industrial.

En una de esas madrugadas, se me terminó la joda: mi calaverada fue descubierta por el Vikingo que me esperó sentado en el jardín para sorprendernos. Gigí se quedó congelada con los ojos llorosos. Andá a dormir nena, vos sentate si querés, ¿cómo te llamás? El Vikingo, recostado en una reposera sosteniendo un mate, con su cuerpo enorme despatarrado me hizo sentir un insecto. A su lado había una banqueta, me senté y Gigí se fue sin saludarme. Me dicen Nene, dije. El Vikingo estaba en musculosa y short floreado, sus piernas pálidas por donde corrían várices nervudas, me parecieron flacas para soportar el peso de ese torso de buey; llevaba unos zapatos gastados con las suelas finas como un papel. Detrás de una barba de maleza entre rubia y cobriza que le llegaba hasta los pómulos, me miraban dos ojitos grises sin cejas, tenía la nariz ñata, boca infantil de labios sin color. Parecía joven, pero de una juventud de otra época. Como el resto de los Morgan, daba la sensación de que ya había vivido todo y volvía de un largo viaje, en su reposera de playa se veía como un bucanero echado después de la faena.

 Víctor, dijo presentándose, y me estrechó una manota cálida. Me pidió un cigarrillo aunque dijo que ya no fumaba. Fumamos callados mientras le miraba los zapatos gastados. Ya cantaban los pajaritos y los barrenderos fregaban la calle. El Vikingo cebó un mate, tiraba el humo azul por la nariz mirando el cielo. Toda esa demora, ese silencio, era una tortura, prefería un cachetazo. Sabía que este día iba a llegar, dijo sin mirarme, pero pensé que no me iba a joder tanto, cuando se es padre cambia todo y uno nunca sabe nada. Con los pibes es distinto, ellos hacen su vida y me van a traer mil quilombos, pero Gigí es mi única hija, la primera. Cuando la madre se embarazó yo me fui a Brasil a vender boludeces, collares, pulseritas, hippieaba con mi hermano y unos amigos, preciso me encontrar, decía una canción de Cartola que escuchábamos, pero la verdad es que me cagué todo y me fui al carajo. Cuando volví ella ya había nacido, una ratita hermosa, y la madre, la Negra, me perdonó. La vi y no lo podía creer, no sabés la culpa, me hizo mierda…lo que era esa nena, una belleza, me recibió riéndose, me esperó, estaba perdonado: pero yo nunca me lo perdoné. El Vikingo chupeteaba un mate lavado y cada vez se recostaba más en su reposera dejando la panza al aire. Tranquilo hijo, dame otro cigarrillo, no te voy a romper las pelotas ni nada, hacé de cuenta que hablás con un amigo, o con tu viejo…¿Vos usas forro? No seas boludo, es lo único que me importa, después disfruten, estás enamorado, disfrutá, es lo más lindo que hay. Y no le tuve que responder al Vikingo, porque siguió con sus historias. Yo lo único que quería era meterme en la cama de Gigí, pensaba en ella escuchando nuestras canciones con los auriculares puestos.

El cielo de un violeta aguado empezaba a clarear el ambiente como espolvoreado de cal. Adentro de la casa sonaba una radio con las noticias de un nuevo día y llegaba el perfume a café y tostadas y las voces de los niños Morgan desperezados. El Vikingo me contó que cuando tenía mi edad tomaba mate con su padre antes de que se fuera a trabajar, desde la madrugada hasta que se pusiera el sol, que extrañaba esas mañanas, me lo dijo tragando saliva con los ojos rojos de lágrimas. Me di cuenta de que ese tipo pasaba por un momento especial en su vida. Después me dio un beso y dijo: hijito, vení cuando quieras.

Al otro día, por la tarde, mi vieja apareció en casa de los Morgan. Se había dado cuenta de mis andadas nocturnas. Decidió liberarme de la mala influencia de esa familia. Ni bien entré a la casa, mamá se coló en el jardín de entrada. Le dijo a Gigí, con su peor cara de víbora, que llamara a su padre. Al rato hubo reunión. El Vikingo era abogado, estaba por irse a trabajar pero se quedó a litigar. Sentados en el living, decidían nuestro destino de amantes, nosotros mirábamos la escena desde la ventana pero apenas escuchábamos cómo conversaban, solo veíamos al Vikingo vestido de saco, corbata y lentes de sol con su portafolio de cuero en las faldas donde hacía repiquetear los dedos gordos anillados, tenía algo de mafioso y de líder de una secta ocultista; mi vieja sentada con aire marcial, rígida pero seductora, intrigante, con ropa deportiva que resaltaba su belleza y juventud. Nosotros nos cansamos de mirar y nos tiramos a franelear en el pasto. Salimos de la calentura con una carcajada de mamá y la risa cavernosa del Vikingo, miramos otra vez y ahora la extraña pareja tomaba mate y se cagaba de risa. Qué artilugios habrá usado el Vikingo, no sé, pero desarmó a mi vieja cosa que no era fácil. Cuando mamá se fue me dio un beso y le dijo a Gigí: tené cuidado con este. Se fue satisfecha. A partir de esa tarde comenzó mi verano con los Morgan y algunos misterios me fueron revelados.

Ya no tuve que pudrirme en el jardincito, pude moverme por la casa, ser uno más de la familia. Cuando llegaba, sus hermanos me recibían gritando: ehhh, ahí viene el lunático -por alguna razón me bautizaron el lunático- y se colgaban de las rejas agitándose excitados. Entraba y los corría para ahorcarlos con verdadera cara de lunático y los hijos de puta me escupían y se perdían escondiéndose por la casa. La madre de Gigí, que antes nos había espantado con su mirada, resultó ser una mujer dulce y me adoptó ni bien cruzamos palabra. Como me pasó con todas mis suegras, veían en mí algo de niño desamparado y les despertaba piedad; pero la Negra fue la más cariñosa de todas, me llenaba de besos y me hablaba como si fuese un bebé, y aunque al principio me pareció extraño y pensé que se reía de mí, después esa expresión fue nuestro código en común: yo era un bebé que ella mimaba y consentía aunque Gigí se quejara porque le daba asco que me hablara así.

El Vikingo era argentino de padres escoceses y la Negra, peruana. Esa pareja no podía ser más distinta: él, ateo, un naturalista fascinado por la literatura científica y la botánica; la madre, cristiana, espiritista, de la escuela de Kardec. Una vez a la semana llegaban las amigas de la Negra, “las hermanas de la escuelita”, como las llamaban, unas ancianas lúgubres que entraban silenciosas, casi flotando, y se metían en la sala de meditación de la Negra. Nadie hablaba de espiritismo en la casa, el Vikingo detestaba ese mundo, era lo único que separaba a esa pareja (eso y cuando él se pasaba de escabio) porque en general vivían de arrumacos, besándose y tirándose piropos.

El Vikingo fue el tipo más cariñoso que conocí, vivía besuqueando a toda la familia, a mí incluido. No me molestaba, siempre fui un cachorro deseoso de caricias, así que me gustaba sentir esa barba en la mejilla, aunque estuviera húmeda y con gusto a comida. Por más que fuese un tipo despreocupado, se dedicaba en tener charlas íntimas con sus hijos, sobre todo con Gigí y Tupac, el mayor de los hermanos, que tendían a la depresión. A veces también hablaba conmigo, nos sentábamos bajo un árbol y me preguntaba cómo estaba y él apenas decía algo, solo escuchaba. La Negra no tenía tiempo para andar preocupándose por todo el mundo, se la pasaba yendo a pagar cosas o haciendo compras. Pero cuando me preparaba un té de naranja con galletitas, nos sentábamos juntos y se relajaba contándome sus cosas y yo escuchaba sus aventuras domésticas como una historia épica.

Los niños Morgan se llamaban: Tupac, Leónidas, Sariri, Arístides, Adonis, Newen. Vivían jugando en el parque del fondo, que más que parque parecía una selva carnosa y húmeda del trópico, con las plantas creciendo salvajes del color verde crudo de un Jeep militar. Los nenitos desnudos corriendo entre las plantas, mojándose con la manguera, tirándose a la pileta, comiendo nísperos, eran la imagen de los niños de Adán y Eva en los primeros días de la creación. El Vikingo pasaba su tiempo libre metido en la selva del fondo. Recolectaba insectos y flores, tomaba sol, se refrescaba en la pileta y por la noche salía con una linterna acompañado de sus hijos a buscar bichos. Yo los miraba desde un cuarto del primer piso, mientras Gigí escuchaba música desnuda. Daba paz saber que el Vikingo jugaba en su selvita mientras nosotros descansábamos. Lo veía recostado contra un árbol, las piernas con las rodillas lastimadas como un nene, llenas de cáscaras de sangre seca, en patas y short. Balbuceaba y se reía solo, tal vez recordando algo mientras chupaba un mate.

A pesar de ser una casa enorme tenía solo un baño y era cotizado. Había que hacer fila para cagar o ducharse. El Vikingo iba al baño y podía pasarse horas sentado en el trono. Y siempre con la puerta abierta, una costumbre que no parecía molestar a nadie. Un día estaba en la cocina que lindaba con el baño y lo escuché decir entre pedos y ruido de mierda salpicado: mmmmm, crustáceos. Un misterio. Me lo imaginé revisando su mierda, una mierda como flora acuática de tesitura coralina, buscando exóticas conchas de mar.

En casa de los Morgan no existía el tiempo, ni la rutina. Cada miembro de la familia podía trasnochar a su antojo, el sueño caía libremente, no había que forzarlo. A las cuatro de la mañana podía haber varios de los niños Morgan corriendo por ahí, o calentándose comida en la cocina en calzoncillos, no era raro ver al Vikingo en la biblioteca usando la computadora para buscar información sobre las costumbres de alguna civilización extinta. Se iba a trabajar muy temprano pero a las cinco de la madrugada, podía llegar a estar frente a su computadora o en la cocina leyendo y picando algo. Solo en los almuerzos de los fines de semana los Morgan se juntaban a comer, el resto de los días cada uno se arreglaba con una heladera rebosante de verduras y frutas. Gigí, Tupac o la Negra cocinaban algo y ahí quedaba, para que los demás pudieran comer a la hora que quisieran.

Esa falta de orden, de rutina, me iba marcando a fuego, haciéndome despreciar arbitrariedades de la ley doméstica de los hogares como el mío. Ya no quería estar con mi familia, comparado con el estilo de los Morgan, todo resultaba soso y triste. La casa Morgan daba la sensación de estar siempre ultra poblada, no estaba habitada por nueve personas: eran cien, eran mil; una casa parlante, en diálogo perpetuo, una casa que murmuraba en cada esquina. Cada habitación de la casa ocupada por la tribu. Nada vacío: llenura total de todos los espacios. Nunca sentí la sombra de la melancolía dominguera ahí dentro, nunca el tedio, no había soledad. El pulso del ocio veraniego del barrio brotaba desde las entrañas de su parque. Pero lo que para mí era subversión de las normas para los Morgan era moneda corriente, no tenían noción de vivir en esa libertad.

Los sábados al mediodía el Vikingo cocinaba. Gigí solía despertarse temprano pero yo me acostaba tarde y podía dormir hasta cualquier hora. Puedo ver la cabeza enorme del Vikingo despertándome y era como salir de un sueño de profundidad marina, con esa cara de tritón y la barba espesa en forma de algas, mientras se sentaba a mi lado y me apretaba con suavidad los hombros: Nene, arriba, vamos a comer, mirá que esta comida es un manjar de los dioses. Los mediodías en esa casa eran pesados, húmedos, el amanecer resacoso de un diplomático en un país exótico. El parque del fondo agonizaba de fiebre bajo el sol, sudando un perfume animal. Nos sentábamos todos en una mesa larga en el jardín, la selva a esa hora era un hervidero de insectos chillando, los perros copulaban, un tero se mojaba en la pileta, las moscas brillantes rondaban la comida. A veces llovía torrencialmente y cuando la lluvia paraba el aire quedaba cargado de agua y de la tierra subía un vapor traslúcido color té de tilo y daba ganas de echarse a descansar en la maleza tibia de la selva, escuchando el goteo de las hojas.

El Vikingo no sabía cocinar, improvisaba mezcolanzas sin miedo ni método, hay que meterle color al menú, decía. Sus comidas, según él, siempre eran manjares de los dioses. Se veían cosas extrañas: pastas ahogadas en salsa picante donde flotaban rodajas de naranja y mejillones, sandía envuelta en jamón que hacían de entrada, arroz con pétalos y caracoles del parque. La Negra tomaba cerveza con nosotros, el Vikingo vino blanco, todos los demás jugo. Al Vikingo no le daban las manos para picotear, hundía su tridente de rey oceánico en platos ajenos para rescatar una fruta, asaltaba las fuentes, se enchastraba la barba de salsa en su plato y la gula encendía sus ojitos de titanio. ¿Escucharon este disquito? (el Vikingo era un melómano igual que Gigí, yo me callaba y trataba de recordar los nombres de las bandas que escuchaban para anotarlos, porque cuando les preguntaba qué estaba sonando ellos decían: nooooo, ¿no lo conocés? y eso me avergonzaba), y ponía un cd de flamenco o de jazz o una orquesta de tango y el resto de la mesa lo ignoraba morfando los mejunjes heterodoxos del viejo; después nos largaba una lista de lo que había escuchado en la semana mientras engullía voraz toda la mesa y los pibes puteaban porque les metía la mano en sus platos. Terminado el almuerzo nos refrescábamos en la pileta, yo jugaba con los nenes, el Vikingo y la Negra tomaban sol.

 El Vikingo amaba el agua más que todos nosotros, se la pasaba nadando, buceando, haciendo la plancha. Lo que más me sorprendía era que amara meterse al agua de noche, en la oscuridad de la selva. Cuando Gigí se aburría se iba a dormir, al rato yo la seguía, ella me esperaba en su cuarto acostada en pelotas y cogíamos intentando no hacer ruido. Después de una siesta deliciosa volvíamos con la familia.

Los fines de semana por la tarde, cerca de la noche, veíamos películas. Nos íbamos todos a un videoclub roñoso del barrio. Cuando entrábamos la gente nos miraba como a unos gitanos. Los pibes corrían y gritaban, toqueteaban todo, se peleaban y el Vikingo miraba las películas pornográficas sin pudor. Los vecinos nos despreciaban. De eso me daba cuenta yo solo, porque a la familia le daba igual, tenían un vínculo utilitario con el barrio, como si los vecinos no existiesen. En la casa, primero mirábamos las películas de terror que habían elegido los pibes y más tarde veíamos clásicos, desaparecían los pendejos y nos quedábamos con Gigí, Tupac y sus padres. Durante esas tardes conocí a Buster Keaton, a Fellini, disfruté asqueado Sucios, feos y malos, y esos descubrimientos fueron un despertar, como el punk con Gigí. Mareado por tanta información, quería saberlo todo, estaba voraz por aprender, había vivido en una isla y ahora se me abría otro mundo. Después de las películas cenábamos otra vez en el jardín. Si el parque del fondo durante el día era una selva tropical, con las plantas como órganos recién arrancados y tirados al sol, de noche se volvía un bosque apacible; el verde pasaba al azul y al morado, las alimañas callaban, los regadores giratorios para las plantas refrescaban la tierra y traían perfumes minerales, relajaban con el sonido a lluvia. Bajo la luz naranja de un farol colgado en un árbol nos sentábamos sobre una lona impermeable. Me recordaba a un campamento, con el olor veraniego a repelente de mosquitos, los grillos, una picadita frugal, la cerveza helada. La tribu compartía charla, todos relajados como después de una cacería, hasta los más chicos estaban tranquilos. Los pibes tenían una carpa en el medio del parque y pasaban la noche ahí. Yo me quedaba con Gigí y sus padres. Animado por la cerveza, me ponía pesado y sentimental: se me picaba la lengua y mataba a preguntas al Vikingo y a la Negra de cómo y cuándo se habían conocido, de cómo era tener una familia tan grande y después les chusmeaba cosas del barrio o me quejaba de mi familia. Los viejos se divertían conmigo, tenían un hijo recién estrenado, sin quejas ni rencores, con energía y ganas de conocer la opinión de sus flamantes padres.

Cuando el Vikingo chupaba de más, -cosa que solo se permitía los fines de semana- adoptaba una posición cínica que irritaba a la Negra y a Gigí, como un adolescente provocando a su mamá. Se ponía sentencioso, escupía máximas, daba consejos, largaba teorías. Los boludos trabajan de jóvenes, yo en mi juventud me rasqué las pelotas y la viví bien y ahora de grande laburo como un negro, decía satisfecho; hay que laburar de viejo, de pibe tenés que cagarte en todo, haceme caso, tengo 58 años y estoy en plena actividad, si dejo de laburar esta casa se cae a pedazos, no me queda otra, voy a tener que trabajar hasta que me muera. Vos haceme caso, Nene, todos los suegros siempre son pelotudos, salvo este que te tocó ahora, el día de mañana te vas a acordar de mí. Dejá de decir pelotudeces Víctor, decía la Negra con cara de culo. Vos sos inteligente, no le des bola a este borracho, y empezaba a levantar el picnic. Me daba pena porque ahí arrancaba la guerra matrimonial y el clima jodón se iba al carajo. ¿Alguna vez les faltó algo a ustedes?, gritaba el Vikingo, porque parece que soy un abandónico. ¿Vos sabés lo que es mantener todo esto?, le gritaba la Negra desde la cocina, no tenés cara, mirá andá a dormir, dejalo ahí, no me hagás hablar. Y así seguían y Gigí me arrastraba hasta su cuarto. Pero al otro día no quedaba mácula de la pelea. Los dos como si nada, melosos igual que siempre.

Los domingos transcurrían parecidos a los sábados, salvo que todos dormíamos más, comíamos más y con Gigí cogíamos más. Qué fácil era ser feliz en esa época. Casi no conocía el alcohol, ni las drogas, ni el gusto por la variedad de compañeras sexuales, ni la ambición, ni el trabajo; no conocía el placer, tampoco la necesidad que daba el dinero; sin embargo, vivía con la voluptuosidad de un déspota primitivo, feroz como Atila conquistando placeres nuevos. Un té de naranja acompañado por unas tortas fritas espolvoreadas de azúcar, estar tirado al sol al borde de la pileta comiendo nísperos, ver películas de Kurosawa con el Vikingo una tarde de lluvia.

¿Quién sabía más de los matices sensoriales y de las fragancias del mundo, ese adolescente o este hombre cansado que soy hoy?

 Así pasaba mi verano, en un estado de eternidad verde, ya no veía amigos, apenas estaba con mi familia. También dejé de tener la mirada puesta en el barrio, porque en la casa de los Morgan cabía el universo. Tengo el recuerdo vivo del agua de la pileta durante una tarde. No había nadie, veo mi cuerpo nadando, rozando el fondo de la pileta, el agua cristalina cruzada por espadas de luz. En ese momento de paz, creía no necesitar nada, como le sucede a cualquier enamorado, pero algo pasó. El agua cristalina ya no me refrescaba, el sol ya no era un rayo lírico, me aburrí de estar feliz, sabía que el cuerpo de Gigí me esperaba en su cama, pero no pensé en coger, ni en escuchar música junto a ella, por primera vez vislumbré la idea de irme de ahí. Sentí vértigo: podía abrir la puerta y salir, hacer lo que quisiera, sentarme en la esquina, tomarme un colectivo a cualquier lado. Al rato esa sensación se esfumó y otra vez estaba conforme con mi vida, pero fue como si ese deseo momentáneo de abandonar el hogar de los Morgan hubiera apestado todo.

Con el transcurso de los días empecé a notar que Gigí se volvía distante. Ya no participaba en los encuentros familiares, se tiraba a leer sola y cuando yo llegaba ponía cara de fastidio, no jugaba con sus hermanos, no cocinaba, se encerraba en la biblioteca y yo andaba perdido por la casa. El día que nos separemos, repetía Gigí, el día que nos separemos esto y aquello, todo nuestro futuro estaba reservado para ese día en que nos íbamos a separar. ¿Y por qué mierda nos vamos a separar? Y…te vas desenamorar o me voy a aburrir yo, eso es lo que pasa siempre, ya vas a ver, decía ella. No, no me voy desenamorar nunca, yo te amo para siempre. Y Gigí me besaba y cogíamos como perros pero después nos sentíamos vacíos, sin nada que decir.

El Vikingo cada vez estaba menos en la casa. A veces llegaba borracho y discutía a los gritos con la Negra. Se lo veía nervioso, todo el tiempo recibiendo llamadas, se encerraba en la biblioteca y podíamos escucharlo gritando a las puteadas. En sus meditaciones de inodoro ya no había crustáceos, ahora decía: García la puta que te parió, me estás cagando Jorge, me tienen agarrado de las pelotas, ay dios, esto no se termina más, no se termina nunca, dios…y así se quedaba lamentándose y repasando nombres y apellidos que lo estaban arruinando. La Negra me contó que su marido tenía muchas deudas y que temían perder la casa, que no era de ellos y la estaban pagando. No podía creer que esa casa no fuese suya, para mí ellos habían nacido dentro de ese lugar, brotando de la selva del fondo. Pero me equivocaba: esa casa fue una de las tantas donde se habían instalado los Morgan por un tiempo. Mis ilusiones se iban perdiendo. De a poco toda la mierda del exterior, las carencias de un barrio con vecinos quebrados, se filtraban en casa de los Morgan. Todo perdía solidez, la miseria se escurría en forma de radiación venenosa y corroía el ánimo del hogar, éramos tan vulnerables como cualquiera. Ahora, cuando veía las expresiones devastadas del Vikingo y de la Negra, recordaba la cara de cansancio de mis viejos y de porqué no quería estar en ese clima desolado de mate y cigarrillos frente a un noticiero que anunciaba catástrofes sin descanso. El gas mostaza de la realidad, el napalm de la realidad que no se apaga y se pega en la piel hasta la muerte. No teníamos dónde escondernos.

 El Vikingo estaba sentado contra su árbol preferido tomando vino, Nene, vení. Fue una noche en la que los dos necesitábamos hablar. Cuando tenés una familia no hay salida Nene, es como una asfixia. Capaz algún día vayas a conocer esa sensación, estás cercado por un quilombo que no se resuelve y no te podés rajar a ningún lado, ya pediste toda la ayuda que podés y ya no hay de donde rascar. ¿Qué puedo hacer? ¿Irme a la mierda y dejarlos a todos acá? El Vikingo callado, con los ojos rojos de apurar el vino, no sabía qué decir. Mientras él hablaba sentí ganas de correr, cruzar todo el barrio y abrazar a mis viejos. Me brotó un llanto incontenible, con mocos, hipos y ahogo. El Vikingo sorprendido me envolvió con un brazo y me consoló, me prometió que todo iba a estar bien y lloramos juntos hasta que apareció Gigí que no entendía nada. Esa noche el Vikingo se quedó flotando en la pileta con sus demonios mientras la casa estaba en silencio.

Los Morgan empezaron los planes de mudanza. Habían encontrado una casita en Ramos Mejía que a todos les gustaba. Más allá de la nostalgia por abandonar el caserón, el Vikingo recuperó el ánimo, se lo veía mejor que nunca. Yo empezaba a cansarme de Gigí y ella se cansaba de mí. Por primera vez el sexo me aburría. Necesitaba salir, ver el mundo más allá de los Morgan y del barrio, como los primeros exploradores bárbaros, que no se bastaban con tiranizar su pequeña aldea y vivir de los placeres conocidos. Quería expandirme. Volví a las esquinas, a patear el barrio y un día nos citamos con Gigí en una plaza y acordamos tomarnos un tiempo entre besos, abrazos y lágrimas, envueltos en un clima de tragedia. El verano estaba cerca de terminar.

Un par de meses después Gigí me invitó a su nueva casa. Solo fueron dos meses, pero había pasado demasiado. Una vida. Era una casa tipo chorizo, no tenían selva ni biblioteca, pero alcanzaba para alojar a los Morgan. La Negra me recibió a los besos, los niños Morgan ya no gritaron que llegó el lunático, hasta se veían menos salvajes y más grandes. Tupac me dio la mano contento, no me disputaba territorio, ahora tenía novia, así que hablamos un poco y se encerró con ella en una habitación. Charlamos en el patio con Gigí tomando mate, nos recomendamos música, pero era como ver a una desconocida, un rostro lejano. Al rato llegó el Vikingo, traía unas cajas con libros, nos saludamos con un abrazo y nos pusimos al día. Me sorprendió que me pidiera ayuda para armar una pileta de lona porque el verano había terminado, pero los Morgan continuaban sin fijarse en esas cosas. Después pasé la tarde con Gigí cogiendo en la habitación hasta que se hizo de noche. Cuando terminamos me contó que estaba de novia y me pareció muy bien. Nos despedimos sin lágrimas. Antes de irme el Vikingo flotaba dentro del agua de la pileta y me dijo que los siguiera visitando. Le prometí que volvería.  

Este relato es parte de su último libro de relatos, Hotel Pelícano publicado por Editorial el Fatalista.

Sobre Agustín Caldaroni: nació en 1985, en Buenos Aires. Publicó una colección de poemas, La razón bárbara, (2017), Editorial Lisboa. Y el libro de relatos, Nuestra verdadera sangre, (2019), Palabras Amarillas.

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