Invitadxs EnLima | 25.08.2025

Escrito por Aldo Baca
Banksy no es solo un artista callejero; es un símbolo. Mito del arte contemporáneo que ha logrado mantener su anonimato mientras lanza ojivas a través del esténcil contra los pilares del sistema: el consumismo, la violencia institucional, la desigualdad, la hipocresía de la industria del arte y la propaganda mediática.
Aparecido en los años 90 en Bristol, su obra ha sido definida más por su intención política que por una técnica wow. Lo suyo nunca fue buscar aceptación en galerías o el aplauso de la crítica. Fue apropiarse de (o desapropiar) los muros, del espacio público, como quien irrumpe en una conversación ajena para señalar lo que nadie quiere ver.
Desde una niña abrazando una bomba como peluche, hasta policías besándose mal o ratas rebeldes multiplicadas por las ciudades, Banksy se convirtió en un sinónimo de disidencia urbana. Su lenguaje, directo y ácido, no necesitaba explicación. Sus obras eran intervenciones que incomodaban, generaban debate, y por momentos, incluso, peligro.
En un mundo donde el arte se valida por su cotización, Banksy apostó por el anonimato, el sabotaje simbólico, la ocupación no autorizada. Rechazó la lógica del mercado, ridiculizó las subastas, e incluso llegó a autodestruir una de sus obras en plena venta, como una última protesta contra la conversión del arte en inversión financiera.
Y, sin embargo, aquí estamos.
Que hoy exista una "experiencia inmersiva de Banksy" con tickets caros, realidad aumentada, gift shops y merchandising no es solo irónico: es una traición conceptual. Lo que antes era arte urbano no autorizado, ahora se embotella, se empaqueta, se ilumina con LEDs y se cotiza en dólares. Lo que fue un grito visual en las paredes de Palestina o en los túneles del metro de Londres, ahora se convierte en fondo para selfies en pabellones con seguridad y aire acondicionado.
Esto ya se ha visto. Ocurrió con otros artistas muertos —Da Vinci, Van Gogh, Frida Kahlo— cuyas obras fueron convertidas en “experiencias inmersivas” con resultados discutibles. Lo de Banksy es distinto, porque él sigue vivo (aunque oculto) y su obra fue explícitamente antisistema. Que se haya convertido en parte de un circuito de entretenimiento pop no solo es irónico: es profundamente revelador del tiempo que vivimos. No importa cuán contestatario seas; si generas atención, serás absorbido por la lógica del espectáculo. Tu crítica será embellecida, vendida y vaciada de contenido. Tu revolución será televisada.
En ese marco, la propuesta de “Inside Banksy: Unauthorized Exhibition” en Lima parecía desde el inicio una contradicción en sí misma. Un intento por capitalizar el nombre del artista, sin contar con su aval (como él mismo ha advertido sobre estas exposiciones no autorizadas), ni con una propuesta sólida para traducir el espíritu disruptivo de su arte a un contexto local. Más que una oportunidad para acercarse críticamente a su obra, se perfilaba como una experiencia instagrameable. Un evento más para ser visto, no para ser comprendido.
¿Cómo podrías reducir las experiencias de una exhibición con vacas o elefantes pintados en vivo? ¿O llevar la calle a la galería o al museo, de forma que no sea otra representación de la representación? “Los buenos artistas copian, los grandes artistas roban” es una frase que Banksy le robó a Picasso. Lo terrible de la frase es que también se aplica a comerciantes, organizadores, gestores... De allí que un evento sin autorización del autor sea tan lucrativo, incluso cuando el mensaje va en oposición y en pie de lucha.
Aún, ni siquiera eso. La experiencia ni siquiera ocurrió.
Anunciada con bombos y platillos hace ya varios meses, "Banksy: la experiencia alternativa" prometía su llegada a Lima como parte de una gira internacional. La expectativa creció rápidamente. Se habilitó una preventa en una conocida ticketera, se activaron campañas en redes sociales, y algunos medios se hicieron eco del evento como si fuera inminente. Pero pasó el tiempo… y nada. Ninguna información clara, ningún avance logístico visible, ningún contacto con medios culturales, artistas o críticos locales. Solo silencio.
La fecha original fue pospuesta. Luego, pospuesta otra vez. Eventualmente, la página del evento desapareció por completo del sitio de la ticketera. Las redes oficiales del evento dejaron de publicar. Y hasta el día de hoy, no hay ninguna comunicación oficial sobre su cancelación o reprogramación definitiva.
Lo que queda es un mal sabor de boca, y hambre. Una sensación conocida para el público limeño, ya acostumbrado a promesas culturales que se evaporan, proyectos importados sin planificación seria, y experiencias “interactivas” que resultan en versiones reducidas, pobres, y carísimas en comparación con sus versiones internacionales. Solo hace falta recordar lo que ocurrió con la muestra “Da Vinci Experience”, o incluso con “Van Gogh Alive”, donde faltaron obras, el montaje fue improvisado y la experiencia, lejos de ser “inmersiva”, parecía un PowerPoint glorificado. Comparen por Youtube si no me creen.
El problema no es solo de expectativa frustrada, sino de fondo: ¿por qué se insiste en replicar formatos extranjeros sin adaptarlos, sin invertir lo necesario, sin un mínimo respeto por el público local? ¿Por qué se banaliza el arte transformándolo en consumo vacío? ¿Y por qué, incluso ese consumo vacío, se organiza con tanta precariedad?
Traer una muestra sobre Banksy a Lima, incluso en formato no autorizado, pudo ser una oportunidad interesante si se pensaba con inteligencia y sensibilidad. Se pudo haber dialogado con artistas urbanos locales, se pudo haber usado su obra como excusa para hablar del espacio público, del arte en la calle, de la censura, de la vigilancia, del poder. Pero se optó por la fórmula cómoda: importar un formato internacional sin contexto, sin diálogo, sin alma…
Ni eso, porque no hubo evento, ni hay; y por cómo van las cosas, ni habrá.
Tal vez Banksy, desde su anonimato, se reiría de todo esto. Tal vez haría un mural en el Palacio de Justicia o en comisarías, donde una rata pinta un cartel que dice “Vive la verdadera Experiencia Banksy”. Al final, lo verdaderamente contestatario no puede reproducirse en serie. Y lo que no se entiende, termina desapareciendo. La rebeldía, en vitrina, deja de ser peligrosa: se vuelve souvenir. Y lo que alguna vez incomodó, termina colgado como decoración en la sala del poder.
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