Ana Lucía Alva | 06.11.2025

“Reparar: dialogar con el tiempo.”
Escrito por Ana Lucía Alva
Hay historias que no nos pertenecen, pero igual nos habitan. Lazos, juventud, recuerdos y testimonios. ¿Qué tanto la libertad de uno afecta al otro? Crecer con huecos en la historia familiar es vivir dentro de un libro inconcluso. Es caminar sobre la niebla. Pisar firme sobre un terreno efímero. Es creer saber quién eres sin sustento alguno.
A través de Marina Piñeiro (Llúcia Garcia), Carla Simón mira hacia atrás para comprender una historia que no vivió, pero que la atraviesa. Una vez más, la directora española indaga en el archivo familiar mientras lleva a cabo una investigación íntima sobre su pasado.
Romería (2025), su tercer largometraje, se mueve entre el realismo y la experimentación, construyendo un universo juvenil lleno de añoranza, naturaleza y genuinidad. Entre el mar y el viento de Vigo, una ciudad en la costa noroeste de España, el personaje principal emprende un viaje para conocer a la familia de su padre, teniendo como primer objetivo un importante papel, sin saber que las voces de su familia, los recuerdos que no le pertenecen del todo y los silencios heredados se convertirán en un eco al fondo del mar.

Marina nos guía hacia una herida profunda, hacia aquello que se oculta bajo la calma aparente de los vínculos. Romería observa con ternura, casi infantil, cómo los miembros de una familia orbitan alrededor del dolor sin nombrarlo, como si temieran romper algo más si lo hicieran. En ese silencio colectivo se construye una forma de gobierno emocional: la delgada línea entre callar por amor y callar por vergüenza.
El trauma, en el universo de Carla Simón, no es un estallido visible sino una corriente subterránea: lo que no se dice, lo que se esquiva en las sobremesas familiares, lo que se transmite sin palabras. ¿Hasta dónde podemos dejar que la versión de otro, su relato o su herida, se vuelva el único hilo de nuestra identidad? Romería no busca respuestas cerradas, sino formas de escucha. La película se pregunta cómo actúan los demás frente el dolor de uno: ¿lo acompañan, lo esconden, lo niegan, lo nombran? En muchas familias, el silencio se vuelve una forma de protección. Se calla para no herir, para preservar una aparente armonía. Pero en ese callar también se heredan las sombras. Los hijos crecen leyendo las ausencias, interpretando lo que no se cuenta. Y así, el trauma se disfraza de carácter, de distancia, de pudor: una armadura cada vez más difícil de quitar.
Al alternar recursos como la voz en off, los diarios de su madre biológica y el registro de una grabadora, la directora escoge el cine como un instrumento para mirarse, filmando ese espacio intermedio entre la incomodidad y la vulnerabilidad, entre la herida y el intento de sanarla.

Con sus 116 minutos de duración, la obra se fragmenta, casi como capítulos, entre los días que la protagonista comparte con su familia. Son estos momentos y fechas los únicos datos reales que Marina puede sostener en el presente. Cada jornada del viaje abre una pregunta distinta, una especie de premisa que nos invita a seguir navegando hacia la construcción de sentido. Porque, al fin y al cabo, ¿cómo podría existir un proceso de reparación del trauma sin el acto previo de cuestionarnos?
A nivel formal, el film también traduce ese proceso de búsqueda y reparación. La fotografía, inicialmente lavada y difusa, parece mirar el mundo con la misma distancia con la que Marina se aproxima a su propia historia. Pero conforme avanza el viaje, los contrastes se intensifican, la textura se vuelve más rugosa, y el grano comienza a ocupar la imagen como si la memoria misma reclamara cuerpo. El sonido, mezcla de viento, respiración y murmullos familiares, funciona como un segundo relato, uno que no explica, sino que acompaña; que se filtra, tal como un recuerdo.
Elegir el cine como un ejercicio de memoria afectiva: reconstruir un pasado incompleto a partir de lo que otros recuerdan o deciden olvidar. En Romería, ese gesto no busca llenar los vacíos, sino habitarlos. Tal vez custodiar la memoria sea precisamente eso: sostener lo frágil sin intentar corregirlo.



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