Reynoso vive. Oswaldo siempre.

Oswaldo Reynoso. | © Pilar Fonseca

Aunque tú me has echado en el abandono,
aunque tú has muerto todas mis ilusiones,
en vez de maldecirte con justo encono
y en mis sueños te colmo, 
y en mis sueños te colmo
de bendiciones.

Sufro la inmensa pena de tu extravío,
siento el dolor profundo de tu partida
y lloro sin que sepas que el llanto mío
tiene lágrimas negras, 
tiene lágrimas negras
como mi vida.

Lágrimas negras, Miguel Matamoros

Es lo que suena mientras espero en el lobby del teatro. La bulla de los asistentes no quita mi atención del bolero. Una vez en la butaca, unos chibolos desafiantes y bien achorados te dan indicaciones muy puntuales. Los cinco están sobre el escenario y cuando Cara de Ángel empieza a hablar, mi mente recuerda vívidamente las palabras que leí hace ya buen tiempo atrás. Los inocentes, la obra de Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931- Lima, 2016), es llevado al teatro por primera vez. El libro fue publicado en 1961 causando revuelo; sin embargo, la vanguardia y poética de Oswaldo nunca han dejado de estar vigentes, inclusive luego de más de cincuenta años. Solo pasa así con los grandes.

Si bien Los Inocentes ha tenido alguna performance en la Feria del Libro nunca ha sido llevada en su totalidad a las tablas. En este caso, tiene cubierto el libro perfectamente. No sólo retrata lo exterior, el barrio, la collera, los “asuntos pendientes” que podría dejar la obra de Reynoso en lo anecdótico sino que también se vuelca sobre el mundo interior de cada uno de ellos. Diría que siendo bastante fiel a la sensibilidad y poesía de Oswaldo, recurriendo en muchos casos a juegos visuales que la hacen interesante. La pieza teatral nos sitúa en una Lima callejera, a veces marginal, pero nunca tanto para sentirnos alejados de los inocentes porque, al final, hay más temas que nos unen de los que nos separan. La materia humana siempre nos atañe así la forma sea un antónimo propio. 

La puesta tiene escenas que son súper cinematográficas. Desde mi butaca pensaba en la foto hermosa que había delante de mis ojos. La escena de Choro Plantado en el bar hablando con Carambola o la fiesta en la que Colorete se entera que Juanita  no le escribió la nota de amor o El Príncipe en la playa; todo esto complementa el sentir de los personajes como metáfora de nuestra fragilidad humana a pesar de tanta visible fuerza externa.

Los inocentes calzan perfectamente en sus roles, te identificas con ellos y sus dilemas existenciales, adolescentes que están descubriendo la vida y las decisiones que toman, sean buenas o malas. Todo esto genera la empatía entre espectador y los personajes. Considero poco probable que la obra de teatro pueda superar al libro y me parece improbable que ese sea su objetivo sino más bien, a través de lo expresado por el autor, crear un lenguaje propio en el que el director, Sammy Zamalloa, lo logra. Sin duda, creo que a Oswaldo le hubiera gustado mucho verla y disfrutado también porque no he conocido a alguien que no hallé en Reynoso un maestro. 

A pesar de lo bien que encuentro la puesta en escena, es imposible no mencionar lo que sí encontré fastidioso. Me parece jalado de los pelos llegar a la butaca y, a pesar que repitan que apagues el celular, no lo hagas. O, que se pongan a comentar las escenas como si estuvieran viendo una película en su casa solos o llevar críos al teatro. Los actores, las y los asistentes merecen respeto y la libertad de poder disfrutar la obra a plenitud.

Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia.

Los inocentes va hasta el 23 de diciembre del 2018 en el Teatro Roma Ensad.

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