LA LUZ ENCENDIDA EN OTRA CASA

© Difusión

Escrito por Ana Lucía Alva

Estaba a punto de comenzar a escribir que hoy es domingo, uno de esos domingos donde la lluvia no para y el frío inunda, pero hoy no es domingo, hoy es lunes. Me revienta la cabeza, y la única compañía que encontré tomó forma en un pedido: una torta. Ahora me duele aún más.

Es invierno, y el invierno me pone melancólica. Me invita a repensarme, a mirar hacia adentro. Creo que el verano es de euforia, es rojo, naranja y amarillo. Es cervezas, películas al aire libre y mucho parque. El invierno, en cambio, es vino, cigarros, libros y casa. Es cinematográfico, podría haber dicho hace unos años. Hoy ya no lo sé. 

Hay días en que ni uno se soporta. Hoy escucho mi dolor de cabeza, y el dulce solo lo empeoró. Como si no fuera suficiente, necesitaba atmosferizar aún más la situación. Son las siete con cuarenta y seis de la noche. Estoy en mi cuarto, con la tele prendida en silencio y la computadora sobre las piernas. Tengo frío y, como ya dije, me duele mucho la cabeza. Bajé la luz porque tampoco ayuda, como el dulce de hace media hora. Necesito estar a oscuras, pensé. 

Encontrar qué podría sonar de fondo me tomó un par de minutos. Nada me satisfacía, nada me acompañaba sin estorbar, nada era sutil.

Después de probar un par de opciones, apareció un playlist olvidado: La luz encendida en otra casa. Una vez, alguien me dijo que siempre es buena idea entrar a los playlists que armamos en algún momento. “Son para tu yo del futuro”, me comentó. Recordé esa frase con mucho amor, y entré.

La lista empezaba con And Then Nothing Turned Itself Inside-Out (2000). No hizo falta más para convencerme. Una vez más, volvió a suceder. Yo La Tengo estaba ahí para mí. Esperándome. Esperando que yo estuviera dispuesta a dejarme acompañar, que los invocara, que los invitara a mi cuarto para hacer su magia.

Lleno de canciones lentas, casi susurradas, que suenan como si vinieran desde una habitación vecina en una noche silenciosa. Hoy acompañan a mi migraña limeña como hace cinco años acompañaban mis caminos a la facultad en Buenos Aires. Qué linda es la música que se queda, que muta con nosotros y que aparece cuando más la necesitas. Como si pudieras, con un conjuro, ritual o pócima secreta, iniciar un diálogo con ella.

La batería de Georgia es apenas un murmullo, la voz de Ira flota con ternura, y todo el disco parece tejido con hilos de niebla y nostalgia. Mientras escribo esto pienso que es un disco para estar en casa, envolverte en una frazada, tomar algo caliente y dejar que el tiempo se suspenda.

Me gusta pensar en el concepto de “melancolía doméstica”. Una melancolía controlada, que abraza, que no destruye, que te invita a abrigarte y a fluir con ella.

La banda, formada en 1984 en Hoboken, Nueva Jersey, nació del encuentro entre Ira Kaplan y Georgia Hubley, dos amantes del cine y la música que empezaron tocando en pequeños bares sin mayores pretensiones. Tal vez por eso Yo La Tengo nunca pareció estar apurada por nada. Su carrera es una caminata larga y constante, construida sin grandilocuencia ni escándalos. Una de esas bandas que no gritan, pero se quedan.

Desde el principio dialogó con The Velvet Underground, Television, el garage rock de los sesenta, el folk minimalista, el pop lo-fi y el jazz más atmosférico. Pero lo que los hace únicos no es tanto lo que toman prestado, sino cómo lo filtran. Pueden pasar del ruido distorsionado y las guitarras chirriantes al susurro más frágil sin perder identidad. Cada disco es una especie de constelación emocional.

Su primer disco, Ride the Tiger (1986), suena hoy casi como una nota al pie de lo que vendría después. Aun sin la formación definitiva (James McNew llegaría recién en los noventa), ese álbum dejaba entrever su amor por las guitarras crudas y las melodías envueltas en una cierta torpeza entrañable. El disco tiene algo de gesto fanático: como si estuvieran todavía jugando a ser una banda. Pero incluso ahí, en medio del ruido y la urgencia, ya se asomaba algo que los distingue: un afecto raro por la imperfección. Con el tiempo, ese ruido fue cediendo lugar a otras texturas, sin desaparecer del todo.

En 1997, Yo La Tengo editó I Can Hear the Heart Beating as One, un disco que condensa su identidad con una libertad que pocas bandas se permiten. Es un disco que no teme saltar entre estilos porque sabe que la verdadera unidad está en el tono afectivo; o en la cadencia con que las canciones se despliegan sin apuro.

En muchos sentidos, es ahí donde Yo La Tengo se vuelve Yo La Tengo: no como estilo, sino como atmósfera. Como forma de estar en el mundo. La tristeza sin dramatismo, el afecto sin espectáculo, la belleza sin esfuerzo.

Hay discos que te marcan, y hay discos que te acompañan. Han estado ahí en tantos momentos que ya no sé si soy yo la que los escucha o ellos los que me escuchan a mí. Lo tuve en los auriculares cruzando Buenos Aires, lo puse de fondo para cocinar sola un sábado a la noche, lo encontré sin querer en casas ajenas, lo abracé hoy, entre el frío limeño y esta migraña que no me deja.

Me gusta pensar que todos en el mundo necesitamos bandas así. Bandas que no se rindan al presente, que no se desesperen por gustar, que duren. Que no te sacudan, sino que te sostengan. Que existan, aunque unx no siempre las escuche. Que aparezcan cuando el día se vuelve denso y frío simplemente necesitas que alguien, o algo, esté.

Este 30 de octubre Yo la tengo se presenta en Lima luego de 11 años desde su ultima visita a la ciudad. Un espacio emocional que regalará una noche musicalizada por una de las bandas más sutiles, persistentes y necesarias que existen. Una banda que, como pocas, sabe estar sin invadir. Y que, con suerte, seguirá encendiendo su luz en otra casa cuando más la necesitemos. 

Añadir nuevo comentario