Bad Bunny: ¿literatura o un producto del 'clickbait'?

Lo curioso es que Bad Bunny termina fraseando: “Cuánto tú amas, eso es lo que vales”.

Quizás, a pesar de la globalización, no estamos tan conectados, y por eso en España, desde donde escribe Luna Miguel, en una Europa donde el reggaetón recién se escucha desde hace menos de cinco años, “Bad Bunny es literatura”, pero en este país, en el Perú, en América Latina en general donde la gente perrea desde hace un cuarto de siglo, presiento que el mayor acontecimiento literario hay que buscarlo entre los jóvenes que se organizan para luchar contra la corrupción política. 

Luego de que una escritora madrileña dijera que “Bad Bunny es literatura” (ese fue el titular de la entrevista que publicó uno de los diarios más importantes de España), interrumpí mi lectura de “Los universos narrativos de Oswaldo Reynoso” para escuchar el nuevo disco de este juvenil cantante puertoriqueño de nombre de pila Benito.

Mientras oía las primeras canciones, distintas en letra y melodía a las que uno podría esperar de un reggaetonero que pone en twerking (o a perrear) a las discotecas, anoté la siguiente pregunta en una hoja bond: “¿El contenido del fanpage "El huso del meme VIII: La rebelión de los camboyanos" o una rolita de Richard Swing también son literatura, entonces?”.

No.

Según Luna Miguel –así se llama la autora del primer párrafo–, “Bad Bunny es literatura” porque la emociona. Sí, claro, pero con ese argumento productos televisivos como “Mujer, casos de la vida real” o “La rosa de Guadalupe” –por los que he visto llorar a mi madre y a mi abuela– podrían ubicarse sin mezquindades al costado de Madame Bovary y de Guerra y paz y de Orgullo y prejuicio, obras que nadie excluiría de lo que se considera “literatura”.


© Sefan Ruiz | revista Father.

Desde mi punto de vista, “Bad Bunny es literatura” es otra de las boutades de los tiempos más mediáticos de la historia, en que los escritores, como personajes de la farándula o redactores publicitarios, se exigen el lanzamiento de un titular para existir en Instagram o en Facebook, y en ese intento se profieren premisas por las que los labios van a temblar cuando les llegue la hora de fundamentarlas.

En defensa de ellos –los escritores de boutades–, es posible que los entrevistadores les hagan flaco favor. Hace poco, un amigo mío dijo: “El realismo como lo hacía Ribeyro está agotado”. Y quien estaba frente a él supo que le acababan de dar su 'clickbait'.   

Eso de irrumpir en el establishment con un puñal reluciente en la boca no es nuevo, como tampoco lo son los llamados “parricidios literarios”. Mi ex editor literario, un tipo con más de veinte años en el rubro, me contó que cierto poeta y narrador había hecho su aparición en el circuito letrado con una lapidaria: “La poesía de los noventa en el Perú no existe”.

Lo que sí considero reciente es esta angustia al pensar que cada entrevista es una oportunidad para ganar una portada, seguidores, “Me gusta”, “capitalizar” le dicen, o de repente me equivoco al generalizar esa presión que siento por mostrarme más ingenioso de lo que en verdad soy cuando hay una grabadora registrando mis palabras.

No obstante, por el perfil de Luna Miguel, ex editora de la revista PlayGround –la de los videítos–, supongo que ella sabe de lo que estamos hablando, y precisamente su afirmación me hizo profundizar en la relación entre literatura y Bad Bunny –“El mundo de Bad Bunny es hoy” titula el New York Times–, y percibo la ansiedad de los narradores en sus veinte (en los que me incluyo) por publicar rápido (parece que ya somos viejos a partir de los 25 años) y por hablar de lo que es “tendencia”, ¡apostaría a que algunos incluso buscan cuáles son los temas en Google Trends antes de!, y no en vano mis colegas y un servidor estamos escribiendo sobre este Conejo Malo, “el artista más escuchado del año en el mundo” (para El País: “El gran poeta de la generación millennial”).


"Yo hago lo que me da la gana" es el segundo álbum en solitario del rapero y cantante puertorriqueño Bad Bunny. Debutó en el número dos en el Billboard 200 de Estados Unidos, convirtiéndose en el álbum en español que alcanzó la posición más alta en toda la historia en dicha lista.

El peligro que advierto es que de tanto habitar el presente uno se puede convertir rápidamente en pasado, y parte de la gracia de la narrativa es que rescata el instante –chupa su estética, su esencia– para volverlo perdurable (y lograrlo depende más de la selección y del tratamiento de temas universales que de la simple mención de elementos pop que fueron muy atractivos en su momento pero cuyo destino es el implacable olvido: ¿o acaso todavía se habla de Justin Bieber o de los Jonas Brothers, otrora ídolos juveniles del siglo XXI?).

Pero creo que me estoy desviando del punto central. 

Otra vez desde mi punto de vista, el punto de vista de un viejo lesbiano que no cree que Bad Bunny escriba literatura, lo más cerca que podría estar el cantante de la literatura no sería por la manera en que violenta el lenguaje –esperen, ¿realmente lo hace?– ni por la forzada intertextualidad de su última producción –guiños a Héctor Lavoe, a Menudo, a 2PAC– ni por el placer que produce oírlo[1] –admito que me encanta Safaera–; sino que Benito Antonio Martínez Ocasio sería literatura como una ficción en sí mismo, es decir Bad Bunny como un personaje inventado por la sociedad de consumo, Bad Bunny como un representante del cinismo actual. Al escuchar “El último tour del mundo”, se entiende que las relaciones sentimentales (“Yo quiero comprarle un Ferrari a mi novia”), laborales (“Ey, yo pasé de 0 a 7,25, después a un millón) y artísticas (“Yankee se retira y vamo’ a switchear. Voy a ser el jefe, me van a fichar) de quien canta siempre están mediadas por el dinero y una idea comercial del éxito.

Lo curioso es que Bad Bunny termina fraseando: “Cuánto tú amas, eso es lo que vales”. Y en esa contradicción sí que hay literatura, hay lomo como para una novela (que es el medio para una investigación profunda y seria del comportamiento humano, según el escritor inglés Ford Madox Ford).

Como dice el editor de este sitio web, es posible que no entienda el "fenómeno”. Pero es que yo crecí en San Juan de Miraflores, y los que saben dicen que fue en este distrito donde sonó por primera vez el reggaetón en el Perú[2]. Y sí, recuerdo las cortadoras a fines de los noventa, el humo y las paredes sudadas, y la gente bailando entre esos flashes con pasitos de capoeira; y también recuerdo haber visto a través de la ventana de mi colegio, al mediodía, buzos rojos y bivirís blancos y anchazos y gorras haciendo cola para entrar en la emblemática discoteca “El Ranchito” y dentro retozar con el trá de Don Chezina, con los playeros de Daddy Yankee, con el chin a chin de Ledesma, con La traviesa de Ataque Rasta, ¡esa era la vieja escuela!; y luego, más o menos en el 2003, recuerdo a padres con tics nerviosos y tortícolis por los videos que pasaban los noticieros: chicos y chicas vestidos de gala sobándose como en coito de perros en los quinceañeros, todo en estética de filmadora de caset.

Para mí, ese sobeteo no era nuevo; desde un año atrás ya asistía a tonos en casas que parecían abandonadas donde la regla era cuatro perreos, una salsa. Tenía de vecinos a mototaxistas que iban a las mismas cabinas de Internet que yo para descargar un montón de tracks en páginas especializadas de reggaetón y que luego se sentaban en sus motos Torito Bajaj y hacían tres flexiones con el brazo derecho para levantar la palanca de arranque de esos escarabajos rojiblancos (lo que también era un paso de baile) y se iban con la bulla a todo volumen en un parlante colgado en una esquina, "al lado del espejo", anticipándose a las radios locales con los hits que ya pasaban de moda en el mundo boricua. En los años posteriores, a pesar del boom de la cumbia, no había fiesta sin reggaetón, ¡hasta descubrí a mi viejo bailando hasta abajo en una reunión con sus amigos de promo! Es que el perreo era omnipresente: sonaba en combis, en mercados, hasta el más punk guardaba un perreíto en su MP3, a tal punto que incluso un partido político se quiso aprovechar de ese ritmo que te hace vibrar la pelvis para captar votantes con un spot de antología.

Y hoy no encuentro una réplica así de popular y espontánea; por el contrario, lo que dicen los números es que Bad Bunny es el artista más escuchado en Spotify, pero en el Perú, menos de la mitad de la población usa esa aplicación, y de esos 14 millones de usuarios peruanos suscritos a Spotify, el 70% es parte de la generación millennial. Fuera de esas cifras que proporciona la agencia de ventas de Spotify, en el distrito que habito Bad Bunny no existe más allá de las redes sociales.

Fuera de esas cifras que proporciona la agencia de ventas de Spotify, en estas calles rodeadas de cerros Bad Bunny no existe más allá de las redes sociales. Ahora, en San Juan de Miraflores, las motos solo se oyen como zumbidos entre los arrullos de búhos y palomas y el rag rag que hacen los patines de una niña que pasa entre una pandilla que se fuma el atardecer sin una música de fondo.

Quizás, a pesar de la globalización, no estamos tan conectados, y por eso en España, desde donde escribe Luna Miguel, en una Europa donde el reggaetón recién se escucha desde hace menos de cinco años, “Bad Bunny es literatura”, pero en este país, en el Perú, en América Latina en general donde la gente perrea desde hace un cuarto de siglo, presiento que el mayor acontecimiento literario hay que buscarlo entre los jóvenes que se organizan para luchar contra la corrupción política, e intuyo que páginas de libros ya se están escribiendo desde la primera línea de batalla, donde no hay reggaetón ni trap, sino veinteañeros cuyos cantos épicos son “aquí y allá, ¡el miedo se acabó” o “izquierda y derecha son la misma mierda”, chibolos que pelean contra congresistas zombis y que reconocen a los impostores aunque estos reciten a César Vallejo o aunque se jacten de que siempre hacen lo que se les da la gana.


[1] La violentación del lenguaje, la intertextualidad y el placer que provoca la lectura de un texto son indicadores de que nos hallamos ante una obra de literatura de acuerdo a las definiciones de Roland Barthes, Terry Eagleton y Gerard Genette.

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