Mario Poggi no viene volando. Viene a pie, enfundado en un saco amarillo. Pipa en boca, camina con la solvencia de un caballero del siglo XIX, brioso pero caduco, procedente de algún reino en decadencia. Lo veo pasar junto a mí, esta noche de noviembre, y asumo que los demás paseantes del Parque Kennedy también lo ven. En la memoria colectiva descansa la imagen del hombre extraviado en su propia ficción, el artista convertido en psicólogo, homicida y, finalmente, en histrión de la telebasura peruana.
En una esquina de Barranco, en el sótano de un edificio de cinco pisos, se lleva a cabo un experimento de arte: un espacio inanimado, de techos altos, se vuelve simbólico cuando lo ocupan un cilindro manchado de rojo y códigos QR que describen feminicidios. Cuando, en las paredes, la Mona Lisa es dibujada en Paint, y un monitor proyecta las frecuencias sonoras de una voz que dice “Te googleo para sentirte cerca”.
No hace mucho, nadie sabía que Bing Liu era un chino-norteamericano de 30 años, ni que su carrera como documentalista se había forjado en las calles y skateparks de Rockford, Illinois, cuando empezó, como jugando, a filmar a sus mejores amigos montados sobre esas patinetas que suspenden el mundo mientras ellos vuelan por los aires.
No eran colombroños, pero compartían el mismo método: elegían cuidadosamente al sujeto y escudriñaban su pasado hasta encontrar una debilidad, una obsesión soterrada, un abismo desde donde doblegarlo; disponían luego de él y lo manipulaban y lo dominaban hasta hacerlo suyo.
Minimalista como un lienzo en blanco, El Paradero pretende ser el baluarte para artistas independientes que buscan un espacio donde experimentar en equipo. Ubicado en el distrito de Lince, El Paradero es una metáfora de la creación artística, un laboratorio y también un punto de partida. “Aquí los artistas pueden reunirse, conocerse y conectar”, señala Henri Quispe, fundador y gestor del proyecto.