Sobre las marchas de noviembre. Extraños reflejos durante los previos al Bicentenario

Foto: @principedelosmendigos

Una vez, hace años, un hombre, como tantos otros hombres, se subió a un bus como tantos otros buses. Parado frente a una pequeña multitud que lo ignoraba, una voz exhausta dijo: “Miren… yo sé que a ustedes nos les interesa lo que les voy a decir”. Inmediatamente volteé a mirarlo. “Pero esta es mi historia”, continuó. 

Con certeza, hay una cosa que Manuel Merino de Lama y yo tenemos en común: ambos hemos quedado en shock. Ignoro si él haya necesitado una cura de sueño, porque yo he tenido que volver a emborracharme para poder dormir. Otra vez estoy equivocado, sin embargo. También hay otra cosa que irremediablemente nos une: ambos hemos estado no habidos en los escenarios virtuales. Además, increíblemente, descubro que se suma una tercera verdad: yo también me he sentido golpeado, lo cual es una cruel ironía: ¿alguien más conoce la implacable soledad del traidor traicionado?

Pero si hay un rostro que refleje una moral despedazada, ese fue el que le vi a Patricia del Río cuando entrevistaba a alguien a propósito de las marchas que se han vuelto a desatar en Chile. Su rostro estaba tieso, desgastado, sin maquillaje. Su mirada inspiraba un temor que nunca antes le había visto, pero que supe reconocer a la perfección: el cansancio del remordimiento. Tuve ganas de abrazarla. “Y ahora, señora, —imaginaba que le decía— ¿cómo nos vamos a salir de esta? Usted porque está al servicio de, yo precisamente por lo contrario”: el próximo puñetazo de Carlos Ezeta Gómez, ¿será ahora para mí?

Acorralado vía Zoom frente al mar de Miraflores, maestro consumado en el arte del cinismo, es que nadie ha estado alguna vez, por la razón que fuese, tan nervioso como ese privilegiado escudero de la mafia, el incondicional de la hija del suicida que hoy estaría vivo y libre gracias al corona, traidor leal vestido siempre a la tela color escarlata en el momento exacto que el pueblo peruano, por fin, después de tanta sangre, ha recuperado lo que Javier Diez-Canseco decía que nos habían arrebatado, es decir: la esperanza: ¿y si la cantaleta del bufón, “yo también fui joven”, resulta cierta?

“Puede ser el diablo o puede ser el Señor, pero vas a tener que servir a alguien”, canta Dylan en el disco Slow Train Coming. Pero yo no me movía a ritmo del rock, sino de un reggaetón en el infierno. Allí me encontré con el abogado del diablo el día que el pueblo devolvió el golpe. “¿Qué pasó?”, me preguntó. “No tengo ni la más remota idea”, respondí, y seguí huyendo de las multitudes, no sin antes incrustar canicas en las espinas dorsales de mis semejantes: ¿es que fui humillada y torturada y violada por los mismos a quienes aplaudí desde mi ventana en tiempos de inmovilización social obligatoria?

Olor a lacrimógena. Ojos irritados. Garganta tose. Fuegos artificiales. Una resonancia muda se expande entre los edificios antiguos del Centro Histórico. Tengo miedo. Apretado a la mano de una mujer corro calle arriba mientras el país rueda cuesta abajo. ¡Asesinos!, gritan en Piérola. ¡Lo mataron!, gritan en Abancay. La noche huele a vinagre. A fin de huir, huir, huir y huir al lado de mis hermanos, los agentes del Grupo Terna, disueltos entre las multitudes, así también yo, cuando fui secuestrado, me descubrí huyendo de mí mismo. Cómo queman las piedras estos días de sol que ya se sienten a verano. Alguien dice: abre bien los ojos: ¿cuál es tu historia en este mundo sin narrativa? Millones de ciudadanos anonymous reportan con celulares sus stories y en una esquina de Quilca una bodega sigue despierta mientras una cacerola, cóncava en su base, cae del cielo desde un helicóptero. Un televisor se enciente mientras un jovencito me pone su Tik-Tok en la cara: "Mira cuántas interacciones tengo": ¿veo a un mono darle a otro mono respiración boca a boca?

Abro el Hildebrandt en sus trece y la alegría de mi columnista favorito, ese activador del pensamiento, quien ha celebrado este despertar que dice no comprender del todo cuando en realidad siempre nos lo explica todo, o casi. Puente generacional transciende hasta mi mesa donde todos los viernes desayunamos juntos: si un hombre se pone el sol al hombro, ¿el mundo es amarillo?

Mientras que el otro, el más audaz, la media sonrisa en blanco y negro, hizo un travelling de la historia reciente de la corrupción de nuestro país pero a través de los ojos de los mártires: Inti y Bryan, Bryan e Inti: ¿manos maquilladas cierran los ojos de los héroes para que no molesten a nadie?

¡Aprendí a hablar! ¡Aleluya! Acabo de volver a ver, ahora mismo, domingo 22 de noviembre del dos mil veinte, mi discurso por televisión, auspiciado en exclusiva por el Cuarto Poder que me ampara: el periodismo. Ya saben de qué va todo esto: el juego siempre empieza negando lo obvio. Luego desaparecí detrás de un corte comercial. Les confieso que me encantó verme ahí, sin que se me la lengua trabe, bien paradito, justificando mi silencio, con un lenguaje corporal correcto, casi carismático. Tanto leer y tanto escuchar a mi amiga de siempre, Rosa María Cifuentes, me ha servido de algo al fin: señora, ¿podría barajarme las cartas de nuevo, por favor?


"Si en estos días opté por el silencio, fue para evitar cualquier perturbación al recambio constitucional"

Pd. Gracias por el espejo que me dio como obsequio el día previo al golpe de estado, señorita. Fue muy doloroso descubrir en el a mi padre, quien me dijo alguna vez un tanto descompuesto: "Diego, eres tan egoísta que ni siquiera te das cuenta": ¿podrá el veneno de mi ron Cartavio diluir el veneno que tengo diluido en el alma?

En fin, ni yo me entiendo: esto es horrendo.

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