Hombres blancos enojados

Donald Trump / Foto: Frederic J. Brown

Arrasó en las primarias republicanas como nadie; acapara primeras planas, tiene más resultados de búsqueda en Google que cualquier político de su país y prácticamente le ha mentado la madre a medio mundo. Tiene dinero y es rubio como los Lannister de Game of Thrones, pero para nada tiene las sutilezas políticas de estos, más bien es un Hugo Chávez ‘yankee’. Un fenómeno que las ciencias políticas jamás predijeron. Y con todo lo misógino, racista e insultante que es, es todo un éxito. Porque si yo fuera un gringo más, golpeado por la crisis, desempleado o subempleado, con dos hipotecas y en mi segundo divorcio, sin duda votaría por él. No porque vaya a resolver los problemas y haga de América “otra vez grande”, sino solo por la satisfacción mezquina de joder a toda una clase política que acertadamente se llama Stablishment. Porque cuando te tocan las pelotas también te dan unas ganas tremendas de pateárselas a los que te joden. Y esa patada en los huevos del stablishment se llama Donald Trump.

Estar en la cabeza de un redneck sin ser una gorra de camionero de tráiler es harto difícil y a la vez muy sencillo. Los problemas de la clase trabajadora gringa, esa basura blanca que vive en remolques y de espaldas al bienestar económico de su PBI anual, son el germen que ha alimentado a este maremoto político llamado Donald Trump. Su populismo desaforado (solo falta que declare la guerra a la luna por considerarla nociva a los intereses norteamericanos) es algo nuevo en el país de las estrellas y las barras. El tío del copete de pelo no apela a los valores evangélicos avivados como hizo Bush en el 2000; tampoco es del todo como Reagan y su deseo de retorno a la seguridad de los años 50; lo suyo es devolver a América a su grandeza original, esto es: encarrilarla a los firmes rieles del Destino Manifiesto estadounidense, ese cuerpo de ideas un tanto difuso que movió a las Trece Colonias a ser el país que hoy todos odiamos y admiramos a la vez. De allí su apelación rústica y chabacana de enfrentar la cuestión de los inmigrantes ilegales con un muro más grande que el de China, unas políticas exteriores bastante confusas y que amenazan con hacer naufragar a la OTAN, y también la propuesta casi inaudita de sepultar las bases del liberalismo económico pregonando sin inhibiciones un discurso totalmente proteccionista. Porque si hay un enemigo al Tratado de Libre Comercio TPP, ese es Trump.

Para que nos entendamos: Trump sugiere penalizaciones patrióticas a las empresas norteamericanas que deslocalicen sus fábricas a otros países como México o China, sostiene también la sorprendente idea de una guerra económica contra China para devolver al Made in Usa una marca global. Lo que sugiere el candidato republicano de llegar al poder y ejercerlo significaría de por si todo un cambio radical de la economía global, porque si hay un país que puede modificar la realidad económica del mundo ese es USA, y todos los demás países le imitarán (o ya han comenzado tempranamente en el caso del Brexit).
 

Al margen de todo su rollo, que se te pega como un chicle y que aparece casi a diario en todos los noticieros (no recuerdo nunca que se comentara tanto lo que un político dice a diario, claro que lo que dice Trump llega a un nivel propio de E! Enterteiment Televisión o Fox News), Trump funciona porque es un showman, sabe dónde duele, y ahí pica como un zancudo. En la era de lo políticamente correcto, el troll es rey; y Trump es el rey de los trolls. Un cáncer al sistema gestado desde dentro del sistema. La encarnación grosera del hartazgo de millones de gringos que acusan de sus problemas a la inmigración, a la excesiva ‘sensibilidad’ con las muertes callejeras de los negros, y al crecimiento espectacular de China. Una clase media golpeada desde el 2008 que no ha terminado de levantarse del todo, y que ve que su país está a la deriva. Ante esta situación, un discurso tan bufonesco no deja de ser atractivo cuando se deslinda completamente con el muy cortés e hipócrita de los políticos tradicionales. El mensaje es claro: los blancos están enojados. Y el voto negro y latino en esta ocasión no va ser el decisivo en las elecciones de noviembre. Algo ha cambiado en USA y es que los useños ya no son tan happy como antes.

El hombre blanco común de USA se hace cada vez más derechista, su postura hacía con las armas se endurece en vez de cuestionarse tanta matanza, los atentados de lobos solitarios del islam solo incrementan ese ánimo tan patriótico como no se había visto desde los días inmediatos al nine eleven. El progresismo tan auspiciado por Obama estos ocho años no termina de ocultar un fuerte reflujo, una reacción de ánimo de parte del gringo común de escuela pública. Series como House of Cards solo terminaron de desengañar en 4 temporadas a los todavía ingenuos respecto al sistema del poder estadounidense.

En conclusión, hay hambre de dictador, de mano dura en USA, pero sobre todo hay hambre de venganza, de ajuste de cuentas, de revancha hacia el poder mismo. Algo más o menos de esto había medio predicho Foster Wallace en la Broma infinita de 1996. Pero la situación en que USA se halla es fascinante. Toda la emoción tan común entre nosotros los latinos se refleja por primera vez con toda su verborrea en esos apáticos anglosajones que ven su vida común y corriente de suburbio derivar a una sombra de nuestra catástrofe bicentenaria. Suerte para ellos. Y ojalá sobrevivan a su sueño americano. Porque los sueños no tienen área de reclamos.

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