Fellini: un ojo que ríe y otro que llora

Una crónica del siglo pasado por los 100 años de Federico Fellini.

«“Señor Fellini —interrumpió la voz en tono inquisidor—. ¿Quién está en Viterbo, que es tan importante para usted como para hacerle perder la memoria?” “Nadie, se lo juro”, contestó atropelladamente Federico...». Lee la genial crónica del prestigioso periodista italiano Indro Montanelli, quien nos cuenta en código 'fellininiano' uno de los tantos acosos de la 'gran prensa' padecidos por quien fue el director más provinciano y famoso del mundo. 

Hace unas cuantas semanas, Federico Fellini y su mujer Giulietta Massina, fueron a Nueva York para asistir al estreno de "Las noches de Cabiria", es decir, según mi opinión, del más bello filme, en sentido absoluto, que ha producido nuestra cinematografía de los fugaces años de oro de la inmediata posguerra.

De hacer caso, no a lo que él dice, que no dice nada, sino a lo que ha escrito la Prensa de allí, debe haber sido para ambos, director e intérprete, una gran satisfacción. Si bien no es de lo más adecuada al paladar americano, la película tuvo gran éxito, no de valoración, y limitado a una restringida categoría de entendidos, como por desgracia sucede generalmente a las nuestras. Crítica y público estuvieron, por una vez, de acuerdo reconociendo sus excepcionales méritos.

Son tremendamente fatigosas esas ceremonias inaugurales. Los pobres se encontraron presos, al desembarcar en el aeropuerto de La Guardia, Fellini que en las faramallas mundanas no se siente nada a sus anchas en un infernal engranaje de recepciones, cenas, cócteles y ruedas de Prensa, de las que era imposible zafarse y que les obligó a correr, echando el bofe, de un salón a un teatro, y de un estudio a un restaurante y de un estadio a un teatro con la angustia de llegar tarde a alguna de las citas fijas meses atrás, con litúrgico rigor, por los agentes de Public Relations. Primero trataron, como pudieron, de resistir. Luego, desfallecidos, se abandonaron a aquella especie de automatización y acabaron por soportar sus abusos, como el náufrago exhausto acaba por abandonarse a las olas que le conducirán a despedazarse contra los escollos.

Así fue como un día se encontraron en un extraño local regido por la más peligrosa periodista americana, la Hopper, quien, como gossip columnist, o sea propagadora de chismorreos, ha oscurecido ya la fama de Elsa Maxwell, y que allí tiene una rúbrica televisada titulada On the spot, que quiere decir “en el lugar” o “en el instante”. Habréis comprendido ya, por el nombre, de qué se trata. Un cliente cuyas vicisitudes hayan suscitado en el público algún interés, puede verse echarse encima de él, de improviso, un aparato tomavista mientras un entrevistador le acribilla a preguntas de lo más impertinentes y apuradas.


Fellini fue un director 'superestrella'. En imagen, un fotograma de "La dolce vita" (1960). 

Esta suerte le tocó a Fellini quien, además, no domina el inglés. Asustado por el aparado y desorientado por el apremiante interrogatorio, “me encontré —dice— no sé cómo, en la picota, en la misma posición que fueron fusilados Ciano y sus compañeros en Verona”. Sin embargo, mientras tuvo que hablar de su filme, salió del paso con bastante desenvoltura. Pero he aquí que, mientras se extendía sobre la explicación técnica de una secuencia, la voz del entrevistador le interrumpe y le pregunta a quemarropa: “Sabemos que es usted muy amigo de Roberto Rossellini. ¿Cómo juzga su comportamiento con la mujer que él arranco a su marido y a su hija, para luego abandonarlas, como ha hecho hace pocos días?”

Federico, que efectivamente es muy amigo de Roberto, con quien ha colaborado mucho tiempo, pero que lo es igualmente de Ingrid, lanzó una mirada desesperada a Giulietta que, no sabiendo inglés, seguía la escena con aire divertido, totalmente ignorante del berenjenal en el que acababan de meter a su marido. Éste, enjugándose el sudor, trataba de ganar tiempo con una frase evasiva: “Pues… Yo… Ve usted… No estoy muy al corriente…” “¿No está enterado de que el señor Rossellini se ha ido a la India?”, acuciaba la voz bajo el control de los oídos y de los ojos de un invisible pero infinito público de telespectadores. “Sí, sí…” “¿Y de que en la India se ha enamorado de otra mujer con la que ha constituido una segunda, mejor dicho, una tercera, familia”. “Sí, claro…”, farfullaba Fellini. “¿Y qué opina usted de ese acto? ¿Lo encuentra lícito?” “Bueno, mire —dijo, sudando cada vez más, el pobre Federico, que por primera vez se daba cuenta de lo que era “el maccarthymo”—, Italia queda lejos…” “¿Cómo lejos? ¿Qué quiere decir…? Explíquese…” “No, quiero decir que también yo, que tengo esposa… aquí está… y creo ser un buen marido, devoto, afectuoso, fiel… si un día fuese, no digo ya a la India, que está al otro extremo del mundo, sino tan solo a Viterbo…” “¿Viterbo? —interrumpe una voz—. ¿Qué es Viterbo?” “No, no es que vaya —jadeó Fellini —. Digo solamente que podría ir…” “Y con eso, ¿qué pasa en Viterbo?” “Puede ser que no pase nada. Pero puede ser, igualmente, que a mí también me sucediera digámoslo así… que…” “¿Que se qué?” “Que tuviese un despiste…”


"Gracias a Dios, sigue siendo el mismo, el ingenuo gigante de provincia, inseguro de sí y cohibido por su propia mole, que conocí cuando empezó a trabajar en la capital".

El insólito sustantivo, traducido al inglés, se hizo tan insólito, que exigió la intervención de un intérprete, que tradujo el pensamiento de Federico en la siguiente forma: “El señor Fellini dice que cuando va a Viterbo, pierde la memoria…” “¿La memoria? —preguntó el entrevistador—. Esto es muy interesante. ¿Por qué en Viterbo pierde la memoria? ¿Le pasa a todos o solamente a usted?” “No, no —farfulló Fellini—, tal vez no me he explicado bien. Quiero decir que, si hasta en Viterbo un marido, aunque sea fiel y devoto a su propia esposa, en algún momento puede olvidarla y…” “Señor Fellini —interrumpió la voz en tono inquisidor—. ¿Quién está en Viterbo, que es tan importante para usted como para hacerle perder la memoria?” “Nadie, se lo juro”, contestó atropelladamente Federico, adosándose más aún al respaldo de la silla como seguramente debieron hacer Ciano y sus compañeros en el momento de la descarga fatal. “El señor Fellini jura que en Viterbo, no hay nadie que la interese”, intervino de nuevo, solemnemente, el intérprete. “Sí, sí, lo juro, lo juro…”, confirmó Federico en tono plañidero, llevándose una mano al corazón. Pero ya se sentía perdido ante aquellos millones de telespectadores, y comprendió que nunca lograría persuadirles de su inocencia. “Ha sido —dice, estremeciéndose aún— la más terrible prueba que América me ha infligido.”

Fellini es uno de los más deliciosos narradores que conozco. No se diría viendo sus filmes de corte impenetrable, donde cada personaje parece contemplar la vida con una que ríe y otro que llora y en los que destella la poesía entre tranches de vie de una potencia realista a menudo cruel. Ese mozallón desmañado, con su perfil de emperador romano de la decadencia y su mirada buena y sumisa, habla con hilo de voz, quedamente y sin gestos, con el aire de quien teme no saber pronunciar más que tonterías. No le veía desde hace un par de años atrás, y temía que el éxito le hubiese estropeado. No, no, gracias a Dios, sigue siendo el mismo, el ingenuo gigante de provincia, inseguro de sí y cohibido por su propia mole, que conocí cuando empezó a trabajar en la capital.


"Él permanece estrictamente provinciano. Y precisamente en esto estriba su extraordinario hechizo", escribe Montanelli. 

El resto lo conocéis también vosotros, lectores, que no le habéis visto nunca: es aquel protagonista secundario de sus Vitelloni que al final del filme, ¿os acordáis?, halla la fuerza suficiente para abandonar la pequeña ciudad indolente y sin horizontes donde hasta entonces ha vegetado con sus compañeros, y se va en un vagón de tercera sin dinero ni propósito fijo, espoleado no se sabe si por la esperanza o por la desesperación. .No es que sea él precisamente, físicamente, el personaje que encarnaba el joven rebelde. Pero suya era la historia. Él la había vivido, como lo hemos vivido un poco todos nosotros, los que venimos de la provincia. Y Dios sabe si hace falta, coraje y voluntad, para aventurar ese paso. Los heroísmos que más tarde se llevan a cabo, cuando se logra realizarlos, son un juego de niños, comparados con el arranque que en determinado momento el terror de asfixiaros os obliga a mandar a paseo la casa paterna, ese mundo soñoliento y acolchado de mediocre seguridad, el círculo, el billar, las bromas de café, la sobrentendida complicidad con la que cada cual justifica su propio fracaso con el de los demás, elevando a reglar moral y social, a la que es francamente indecoroso faltar, la pereza, la mezquindad y la cobardía.

Fellini parecía el menos pertrechado para correr esa aventura. Por más que sus filmes sean, aunque aquí y allá hablados en dialecto, los menos dialectales que ha producido nuestra cinematografía, los únicos que puedan trasponerse sobre un fondo no vernáculo sin que con ello pierdan ni pizca de su humana verdad, él permanece estrictamente provinciano. Y precisamente en esto estriba su extraordinario hechizo. Del cineasta, como todos lo imaginamos (y le detestamos), él solamente tiene el coche americano, un poco desproporcionado con nuestras carreteras, pero no precisamente con su corpulencia, que en cualquier coche italiano se encontraría más bien sacrificada; pero no las poses, ni los gestos grandilocuentes, ni los trajes melodramáticos, ni los hábitos simiescos, y menos aún los divorcios. Vive apartado, burguesamente muy unido a su esposa con la que se casó jovencísimo, hará unos catorce años. Y cuando le hago notar lo escandalosa que resulta esta fidelidad, coge la mano de Giulietta, la sepulta entre las suyas y sonríe cohibido, ruborizándose un poco.

“Oye —le digo—, no me gustaría parecerme a aquel entrevistador. Pero, ya que nos hallamos tratando un tema conyugal, y tú estuviste con él hace pocos días, nuestro Roberto…” Me ataja con un gesto. “Nuestro Roberto —me responde—, tú también le conoces bien, o al menos lo bastante para saber que se parece poco al ambiguo e inmoral personaje que han descrito los periódicos, desgraciadamente mezclándome a mí también, cuando han dicho, por ejemplo, que yo he sido quien ha hecho sus filmes. Por la grosería de esta mentira puedes deducir las otras. Yo no soy un acreedor, sino un deudor de Roberto… —y por primera vez levanta un poco la voz—. Ha sido un maestro, te lo aseguro, para todos, un director de maravilloso talento, de recursos incalculables… Ahora no me preguntes por qué en estos últimos tiempos se ha abandonado, se ha metido en líos… No lo sé. Acaso tampoco lo sepa él. El cine deteriora rápidamente a los hombres, hasta a los más fuertes. Un día, no se sabe cómo, uno se encuentra fuera de juego…” “Tú no te encontrarás nunca fuera de juego”, interrumpe Giulietta, perentoria y concisamente.


Giullietta y Federico alzando la estatuilla dorada a Mejor Película Extranjera en 1958 por "Las noches de Cabiria". 

Federico vuelve a cogerle la mano y a sepultarla entre las suyas. “Tal vez —prosigue— tal vez Roberto también esté un poco estropeado. O tal vez está momentáneamente cansado, y tendía derecha; ¿quién puede decirlo? Seguro, como fuere, es innoble tratar de quitarle los méritos que le corresponden, solamente porque en el plano conyugal… Además, también en esto, la realidad es mucho más compleja de como lo han descrito. Pero, qué saben ellos esos moralistas que sentencian… Se parecen a esos productores cinematográficos que en un filme exigen el “final” con su buen veredicto de absolución o de condena. ¿Qué final? Yo, por ejemplo, jamás he logrado hacer un final. ¿Qué cosa acaba en la vida? Hasta con la muerte no acaba sino el que muere. Los otros siguen viviendo, o sea contradiciéndose. Y por lo tanto Roberto e Ingrid continúan, tras la muerte de su matrimonio y a saber cuántos otras sorpresas nos reservan ambos. ¿Por qué hipotecarles el futuro con juicios definitivos…?” “Me causan una tristeza, los dos… —interrumpe Giulietta—. Tiene instinto paternal, Roberto…”

“No… Esto tal vez no —precisa Federico, acariciando a su esposa con su mirada buena y sumisa—. Roberto, como yo, como nosotros, como todos los italianos, no tiene hacia los hijos un instinto paternal. Tiene un instinto maternal. En el fondo, le angustia más la idea de no poderles amamantar que…”

Ya está, ha salido a relucir Fellini, el observador al que no se le escapa un matiz y que lo coge al vuelo, entre las dobleces el alma humana, con en sus filmes, con un ojo que ríe y otro que llora.  

Fuente: "Fellini", por Idro Montanelli ("Personajes", 1973, Plaza & Janes)

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